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domingo, 28 de marzo de 2010

El peligro de la historia única




Chimamanda Adichie:



http://www.thttp://www.ted.com/talks/lang/spa/chimamanda_adichie_the_danger_of_a_single_story.html


Soy una cuentacuentos y me gustaría contarles algunas historias personales sobre lo que me gusta llamar “el peligro de una historia única”. Crecí en un campus universitario al este de Nigeria. Mi madre dice que comencé a leer a los dos años, pero decir que a los cuatro sería más apegado a la verdad. Así que fui una lectora precoz y lo que leía eran libros infantiles ingleses y americanos.

También fui una escritora precoz. Y cuando comencé a escribir, alrededor de los siete años, cuentos a lápiz con ilustraciones pintadas con crayones que mi pobre madre estaba obligada a leer, escribía exactamente el mismo tipo de historias que aquellas que leía. Todos mis personajes eran blancos y de ojos azules. Jugaban en la nieve, comían manzanas y hablaban mucho sobre el clima, y se congratulaban que hubiera salido el sol. Eso a pesar del hecho que yo vivía en Nigeria. Nunca había salido de Nigeria. No teníamos nieve, comíamos mangos y nunca hablábamos sobre el clima porque no era necesario.

Mis personajes también bebían mucha cerveza de jengibre porque los personajes de los libros ingleses que leía bebían cerveza de jengibre. No importaba que yo no supiera qué era la cerveza de jengibre. Y a lo largo de muchos años sentí un deseo desesperado por probarla. Pero esta es otra historia.

Creo que esto demuestra qué tan influenciables y vulnerables somos ante una historia, particularmente de niños. Porque yo sólo había leído libros en los cuales los personajes eran extranjeros, y me había convencido de que los libros, por su propia naturaleza, debían de tener extranjeros y tenían que narrar cosas con las que yo no podía identificarme personalmente. Pero las cosas cambiaron cuando descubrí los libros africanos. No había muchos disponibles y no era tan fácil conseguirlos como los libros extranjeros.

Sin embargo, gracias a autores como Chinua Achebe y Camara Laye, sufrí un cambio de mentalidad en mi perspectiva sobre la literatura. Me di cuenta de que personas como yo, niñas con la piel de chocolate, cuyo cabello rizado no se podía amarrar en colas de caballo, podían también existir en la literatura. Comencé a escribir sobre cosas que reconocía.

Es cierto que yo amaba esos libros americanos e ingleses que leía. Avivaron mi imaginación; me abrieron nuevos mundos. Pero la consecuencia involuntaria fue desconocer que personas como yo podían existir en la literatura. Entonces, el efecto que tuvo en mi el descubrimiento de los escritores africanos fue este: me salvó de tener una historia única sobre lo que son los libros.

Provengo de una familia nigeriana convencional de clase media: mi padre era profesor, mi madre administradora. Y así teníamos, como era lo normal, personal doméstico que venía de pueblos rurales cercanos. Cuando cumplí ocho años llegó un nuevo chico como criado. Su nombre era Fide. Lo único que mi madre nos contó sobre él es que su familia era muy pobre. Mi madre le mandaba a su familia ñames y arroz y nuestra ropa vieja. Cuando no me acababa mi cena, mi madre solía decir: “¡Acábate tu comida! ¿No sabes? ¡Personas como la familia de Fide no tienen nada!” Así que yo sentía una gran lástima por la familia de Fide.

Entonces un sábado, fuimos a su pueblo de visita y su madre nos mostró una bella cesta decorada de rafia teñida, hecha por su hermano. Estaba sorprendida. No se me había ocurrido que alguien de su familia siquiera pudiera hacer algo. Todo lo que había escuchado sobre ellos era lo pobres que eran, así que se había vuelto imposible para mí verlos como algo más que pobres. Su pobreza era mi historia única sobre ellos.


 Años después pensé sobre esto cuando dejé Nigeria para ir a la universidad en Estados Unidos. Tenía diecinueve años. Mi compañera de cuarto estadounidense quedó impresionada al conocerme. Me preguntó dónde había aprendido a hablar el inglés tan bien y quedó confundida cuando le dije que el idioma oficial de Nigeria era el inglés. Preguntó si podría escuchar lo que ella llamó mi “música tribal” y, en consecuencia, fue una gran decepción para ella cuando le mostré mi cinta de Mariah Carey. También supuso que yo no sabría utilizar una estufa.

Lo que me desconcertó fue eso: había sentido lástima por mí incluso antes de verme. Su posición por omisión ante mí, como africana, se reducía a una suerte de lástima condescendiente. Mi compañera de habitación tenía una historia única sobre África. Una historia única de catástrofe. En esta historia única no cabía la posibilidad de que los africanos fueran parecidos a ella en alguna forma. Ninguna posibilidad de sentimientos más complejos que la lástima. Ninguna posibilidad de conexión como seres humanos iguales.

Debo admitir que antes de ir a Estados Unidos, no me identificaba conscientemente como africana. Sin embargo en los Estados Unidos, cada vez que se mencionaba África, la gente se dirigía a mí. No importaba que yo no supiera nada sobre lugares como Namibia. Sin embargo llegué a adoptar esta nueva identidad. Y de muchas maneras ahora pienso en mí como africana. Aunque aún me molesta bastante cuando se refieren a África como a un país. El ejemplo más reciente fue en mi vuelo hace dos días, maravilloso por lo demás, desde Lagos, donde hicieron un anuncio durante el vuelo de Virgin sobre el trabajo de caridad realizado en “India, África y otros países”.

“Aún me molesta bastante cuando se refieren a África como a un país.” 


Así que, después de vivir unos años en Estados Unidos como africana, empecé a entender la reacción de mi compañera de cuarto frente a mí. Si yo no hubiera crecido en Nigeria y si todo lo que supiera sobre África procediera de las imágenes populares, yo también pensaría que África es un lugar de hermosos paisajes, hermosos animales y personas incomprensibles, que libran guerras sin sentido, que mueren de pobreza y de SIDA, incapaces de hablar por sí mismos, y esperando ser salvados por un extranjero blanco y gentil. Vería a los africanos de la misma manera que yo, como niña, veía a la familia de Fide.

Creo que esta historia única sobre África procede ultimadamente de la literatura occidental. Esta es una cita tomada de los escritos de un comerciante londinense llamado John Locke quien zarpó para África occidental en 1561 y escribió un fascinante relato sobre su viaje. Después de referirse a los negros africanos como “bestias que no tienen casas”, escribe: “son también personas sin cabezas y tienen la boca y los ojos en sus pechos”.

Ahora bien, me río cada vez que leo esto. Una no puede dejar de admirar la imaginación de John Locke. Sin embargo, lo importante de sus escritos es que representa el comienzo de una tradición en la narración de historias africanas en occidente. Una tradición donde África subsahariana es un lugar de negativos, de diferencia, de oscuridad, de gente que, en las palabras del maravillosos poeta Rudyard Kipling, es “mitad demonio, mitad niño”.

De esta manera empecé a entender que mi compañera de cuarto estadounidense debió de haber visto y escuchado, a lo largo de toda su vida, diferentes versiones de esta historia única, al igual que un profesor, quien una vez me dijo que mi novela no era “auténticamente africana”. Yo estaba dispuesta a reconocer que había varios defectos en la novela, que había fallado en algunas partes. Pero para nada me había imaginado que la novela había fallado en lograr algo llamado “autenticidad africana”. ¡De hecho, yo no sabía qué era la autenticidad africana! El profesor me dijo que mis personajes eran demasiado parecidos a él, un hombre educado y de clase media; que mis personajes conducían vehículos; no se morían de hambre. Por lo tanto, no eran auténticamente africanos.

Pero debo enseguida añadir que yo también soy igualmente culpable en este asunto de la historia única. Hace unos años visité México desde Estados Unidos. El clima político de los Estados Unidos era entonces tenso. Había debates sobre la inmigración y, como suele suceder en América, inmigración se volvió un sinónimo de mexicanos. Había incontables historias sobre mexicanos como personas que saqueaban el sistema de salud, que se escabullían a través de la frontera, que eran arrestados en la frontera, y cosas así.

Recuerdo paseándome en mi primer día en Guadalajara, mirando a la gente ir al trabajo, amasando tortillas en el mercado, fumando, riendo. Recuerdo que primero me sentí un poco sorprendida y después me embargó la vergüenza. Me di cuenta de que había estado tan sumergida en la cobertura mediática sobre los mexicanos que se habían convertido en una sola cosa en mí mente, el inmigrante abyecto. Había creído en la historia única sobre los mexicanos y no podía estar más avergonzada de mí misma. Así es cómo se crea la historia única, mostrar un pueblo como una misma cosa, como una sola cosa, una y otra vez, hasta que efectivamente se convierte en eso.

Es imposible hablar sobre la historia única sin hablar del poder. Hay una palabra, una palabra en igbo, que recuerdo cada vez que pienso en las estructuras mundiales del poder y es nkali. Es un sustantivo que se traduce como “ser más grande que otro”. Al igual que nuestros mundos económicos y políticos, las historias también se definen bajo el principio de nkali. Cómo se cuentan, quién las cuenta, cuándo se cuentan, cuántas historias se cuentan, depende realmente del poder.

El poder es una capacidad no sólo de contar la historia de otra persona, sino de hacer que esa sea la historia definitiva de esa persona. El poeta palestino Mourid Barghouti escribe que, si se quiere despojar a un pueblo, la forma más simple de hacerlo es contar su historia comenzando con “en segundo lugar”. Inicien la historia de los pueblos nativos americanos con las flechas y no con la llegada de los ingleses, y obtendrán una historia completamente diferente. Comiencen la historia con el fracaso de los estados africanos y no con la creación colonial de los estados africanos, y obtendrán una historia completamente diferente.

Hace poco di una conferencia en una universidad donde un estudiante me dijo que era realmente una pena que los hombres nigerianos fueran unos abusadores como el personaje del padre en mi novela. Le dije que acababa de leer una novela llamada American Psycho y que era verdaderamente una pena que los jóvenes estadounidenses fueran asesinos seriales. Bueno…, evidentemente estaba algo molesta cuando dije eso.

Jamás se me habría ocurrido pensar que sólo por haber leído una novela donde un personaje fuera un asesino serial, que éste de alguna forma se volviera representativo de todos los estadounidenses. Ahora bien, eso no es porque yo sea una mejor persona que ese estudiante, sino que, debido al poder cultural y económico de los Estados Unidos, yo tenía muchas historias sobre América. He leído a Tyler y Updike, a Steinbeck y Gaitskill. No tenía una historia única sobre América.


Hace algunos años, cuando supe que se esperaba que los escritores hubieran tenido infancias realmente infelices para ser exitosos, comencé a pensar sobre cómo podría inventar un sin fin de cosas horribles que mis padres me hubieran hecho. Aunque la verdad es que tuve una infancia muy feliz, llena de risas y amor, en una familia muy unida.

Pero también tuve abuelos que murieron en campos de refugiados. Mi primo Polle murió por falta de atención médica. Una de mis amigas más cercanas, Okoloma, murió en un accidente aéreo porque nuestros camiones de bomberos no tenían agua. Crecí bajo regímenes militares represivos, que daban muy poco valor a la educación, por lo que mis padres a veces no recibían sus sueldos. Así que de niña, vi la jalea desaparecer de la mesa del desayuno; luego desapareció la margarina, después el pan se volvió demasiado caro, luego se racionó la leche. Y, sobre todo, una suerte de miedo político generalizado invadió nuestras vidas.

Todas estas historias me hacen ser quien soy pero insistir sólo en estas historias negativas, sería simplificar mi experiencia y omitir muchas otras historias que me formaron. La historia única crea estereotipos, y el problema con los estereotipos no es que sean falsos, sino que son incompletos. Hacen que una historia se convierta en una historia única.

Por supuesto, África es un continente lleno de catástrofes; algunas de ellas inmensas, como las terribles violaciones en Congo y otras deprimentes como el hecho de que 5,000 candidatos apliquen por un puesto laboral vacante en Nigeria. Pero hay otras historias que no son sobre catástrofes y es muy importante, es igualmente importante, hablar de ellas.


 Siempre he sentido que es imposible compenetrarse adecuadamente con un lugar o una persona sin entender todas las historias de ese lugar o esa persona. La consecuencia de la historia única es esta: roba la dignidad de la gente. Dificulta el reconocimiento de nuestra igualdad humana. Enfatiza nuestras diferencias en lugar de nuestras similitudes.

Así, ¿qué hubiera sido si antes de mi viaje a México hubiese seguido los dos polos del debate sobre inmigración, el de Estados Unidos y el de México? ¿Qué si mi madre nos hubiera dicho que la familia de Fide era pobre sí, pero muy trabajadora? ¿Qué pasaría si tuviéramos una cadena de televisión africana que transmitiera diversas historias africanas en todo el mundo? Lo que el escritor nigeriano Chinua Achebe llama un “equilibrio de historias”.

Y ¿qué si mi compañera de cuarto hubiera sabido de mi editor nigeriano, Mukta Bakaray, un hombre extraordinario, que dejó su trabajo en un banco para seguir su sueño y fundar una casa editorial? Ahora bien, la sabiduría convencional era que los nigerianos no leen literatura. Él no estaba de acuerdo. Pensaba que la gente que podía leer leería, si la literatura estaba disponible y era asequible.

Poco después de haber publicado mi primera novela fui a una estación de televisión en Lagos para una entrevista. Una mujer que trabajaba allí como mensajera se acercó y me dijo: “Realmente me gustó tu novela, pero no me gustó el final. Ahora tienes que escribir lo que sigue y esto es lo que pasará …”. Y siguió contándome qué debería de escribir en la secuela. No sólo estaba yo encantada, sino muy conmovida. Estaba frente a una mujer perteneciente a las masas ordinarias de nigerianos, que se suponía no eran lectores. No sólo había leído el libro, sino que se había adueñado de él y se sentía con derecho a contarme qué debería de escribir en la secuela.


¿Y qué pasaría si mi compañera de cuarto hubiera conocido a mi amiga Fumi Onda, una mujer osada, conductora de un programa de televisión en Lagos, determinada a contarnos las historias que nosotras preferimos olvidar? ¿Y si mi compañera de cuarto hubiera sabido sobre la cirugía de corazón realizada en un hospital de Lagos la semana pasada? ¿Qué, si mi compañera de cuarto conociera la música contemporánea de Nigeria? Gente talentosa que canta en inglés y pidgin, en igbo, yoruba e ijo, mezclando influencias desde Jay-Z hasta Fela, desde Bob Marley hasta sus abuelos. ¿Y si mi compañera de cuarto supiera de la abogada que recientemente fue a la corte en Nigeria para desafiar una ley ridícula que requería que las mujeres tuvieran la aprobación de sus maridos para poder renovar sus pasaportes? ¿Y qué tal si mi compañera de cuarto conociera a Nollywood, lleno de gente innovadora, haciendo películas a pesar de grandes limitaciones técnicas? Películas tan populares que son realmente el mejor ejemplo de que los nigerianos consumen lo que producen. ¿Y si mi compañera de cuarto conociera mi maravillosa y ambiciosa trenzadora de cabello quien acaba de iniciar su propio negocio de venta de extensiones para pelo? ¿O supiera de millones de otros nigerianos que comienzan un negocio y a veces fracasan, pero siguen teniendo ambiciones?

Cada vez que regreso a casa debo confrontarme con las mismas causas de irritación para la mayoría de los nigerianos: nuestra infraestructura fallida, nuestro gobierno fallido. Pero también con la increíble maleabilidad de la gente que prospera a pesar del gobierno y no gracias a él. Cada verano dirijo talleres de escritura en Lagos y es impresionante para mí ver cuánta gente está ansiosa por escribir, por contar historias.

Mi editor nigeriano y yo acabamos de empezar una asociación sin fines lucrativos llamado Farafina. Tenemos grandes sueños de construir bibliotecas y abastecer las bibliotecas ya existentes, y proveer de libros a las escuelas estatales que no tienen nada en sus bibliotecas, y también organizar muchos, muchos talleres de lectura y escritura para todos los que están ansiosos por contar nuestras muchas historias. Las historias importan, muchas historias importan. Las historias se han usado para despojar y calumniar, pero las historias también pueden ser usadas para dar poder y humanizar. Las historias pueden quebrar la dignidad de un pueblo, pero las historias también pueden reparar esa dignidad rota.

La escritora estadounidense Alice Walker escribió sobre sus parientes sureños que se mudaron al norte. Les presenta un libro sobre la vida sureña que dejaron atrás; “Se sentaron por allí, ellos mismos leyendo el libro, escuchándome leer el libro, y recuperamos una clase de paraíso”. Me gustaría terminar con este pensamiento; que cuando rechazamos la historia única, cuando nos damos cuenta de que nunca hay una historia única sobre ningún lugar, recuperamos una suerte de paraíso.
Muchas gracias.
Chimamanda Ngozi Adichie
Escritora

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