Hace un tiempo me encontré con un relato que hablaba de un
joven adolescente
al que lo atribulaba la vida, sin saber que le sucedía. Temía
por los fantasmas internos,
que lo dejaron sin palabras y con poca capacidad de
vincularse.
Me identifiqué con él, profundice mi mirada a ese mundo y
pude sentir con mucha
intensidad ese conjunto de sensaciones que trasmitía. En
toda la acción que se
desarrollaba en su ámbito colegial se traslucía algo que podría
definir como ceguera
funcional, todo se desarrollaba a su alrededor y sin entrar en detalles de las anécdotas,
me interné en su mundo y todo aquello que lo rodeaba era
derrumbado en orden,
lo guiaban mandatos paternos a los que no podía desobedecer. Eso me llevo a
pensar
en esta cuestión de la obediencia y el deseo. Cuanto puede
el deseo subordinarse y cuanto
hacemos para desistir de él, y nos colocamos la chaqueta de
la empresa o del partido, del
jefe real o interno. Quien está a cargo nos preguntamos y es
un alivio saber que no somos
nosotros. Es la banalidad del mal, alguien da las órdenes y
simplemente las obedecemos.
La rebeldía es una semilla que debería germinar mas, cientos
de aéreas, hectáreas, con otros ojos ese joven se hubiera sentido deseado y deseante, habría
visto flores y no temores, poder no subordinación. Música en lugar de institutos
mentales. Ese relato fue más que ello, fue una escena que contenía la llave para salir del
encierro. Eso es lo que deberíamos saber la moraleja de la fabula. Eso que miramos es lo que nos hace
dueños de nosotros, abrir los ojos no es suficiente, es necesario abrir lo que pensamos, y
dejar de creer en la verdad como una palabra terminada, entera. Cuando en realidad es mucho
menos ( paradojalmente) es un retazo en construcción, es un lienzo a pintar, un bosquejo
que terminado solo servirá a cada uno.
No será la verdad, solo mi verdad, la tuya , la de él , la
de ella. Aquella que no se puede legar, porque todos los hijos deben recorrer el camino por ellos
mismos para obtener la propia.
Que así sea.
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